Órbita geoestacionaria

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La órbita geoestacionaria fue definida por Arthur C. Clarke en 1945, 12 años antes del lanzamiento del Sputnik por la URSS.

La idea es simple. Si arrojamos una piedra, ésta caerá tanto más lejos cuanto más fuerte la lancemos. Si la arrojamos lo suficientemente fuerte, podríamos hacer que escapara del campo gravitatorio y siguiera viaje por el espacio. Hay un punto en el que la piedra ni caería ni escaparía, si le proporcionásemos suficiente energía como para equilibrar (y no superar) la aceleración de la gravedad. La habríamos colocado en órbita: la fuerza centrífuga debida a su velocidad de giro alrededor de la Tierra se compensaría con la gravitatoria a esa distancia. Nuestro objeto se encontraría en equilibrio de fuerzas. Continuaría dando vueltas alrededor de la Tierra con la misma velocidad con la que fue lanzada.

El campo gravitatorio es más débil cuanto más alejado se esté del cuerpo que lo genera. En consecuencia, para poner en órbita un objeto hay que lanzarlo con menos fuerza cuanto más alejados estemos del cuerpo a orbitar. Así, una órbita baja es más rápida que una órbita alejada. Por eso los astronautas que orbitan la tierra a unos escasos cientos de kilómetros dan una vuelta a la tierra en pocas horas, mientras que la Luna, distante 384.000 kilómetros tarda 28 días.

Una vez más, hay un punto intermedio en el que un objeto orbita la Tierra en 24 horas, el tiempo que tarda la Tierra en girar sobre sí misma. Un objeto emplazado en esta órbita (situada a 42.000 km. desde el centro de la Tierra) podría girar alrededor de la Tierra al mismo tiempo que ella gira sobre sí misma, y parecería quieto en el cielo.

En realidad es algo más complejo. Si el objeto gira alrededor de la tierra en 24 horas hablamos de órbita geosincrónica, pero no geoestacionaria.

Hay muchas órbitas geosincrónicas y, si bien en todas ellas un satélite se ve a la misma hora en el mismo sitio día tras día, el recorrido aparente de dicho satélite en el cielo puede ser muy complejo, dependiendo de los diferentes factores que definen cada órbita concreta. Por ejemplo, en órbitas elípticas no ecuatoriales el satélite parece dibujar un 8.

La órbita geoestacionaria es un caso particular: es una órbita geosincrónica, circular, ecuatorial y antihoraria (si miramos la tierra desde el norte). En este caso, el satélite sí parece permanecer quieto en el cielo.

Esto es fundamental para los sistemas de telecomunicaciones: todas nuestras antenas parabólicas funcionan porque hay un satélite fijo en el cielo al cual pueden apuntar: un satélite situado en una órbita geoestacionaria.

Así, cinco satélites correctamente distribuidos cubren toda la superficie de la tierra (salvo una pequeña área cerca de los polos) y se pueden comunicar entre sí, transmitiendo y recibiendo información desde y hacia toda la Tierra.

En la práctica son más satélites, pues muchas compañías privadas tienen sus propios sistemas, pero todos ellos tienen algo en común: siguen una órbita que Arthur C. Clarke definió antes de que el ser humano alcanzara el espacio.

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