Ciencia ficción primitiva

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El problema de la ciencia ficción primitiva:

Muchos aficionados y estudiosos del género de ciencia ficción ven sus orígenes mucho antes de la publicación del libro de Mary W. Shelley (Frankenstein, 1818). Esto resulta problemático esencialmente por la parte del género que se encuentra relacionada con la ciencia y con el rigor de los argumentos que generan el mundo imaginado.

Para intentar aclarar esto, recordemos de nuevo la definición de ciencia ficción que aportamos desde alt64:

"La ciencia ficción es un género que desarrolla su argumento de forma coherente con unas premisas pretendidamente plausibles con los conocimientos científicos que se poseen en la época en que se creó la obra y que, o bien difieren notablemente de algún aspecto concreto de la realidad tal y como es (o de su pasado tal y como fue), o bien sugieren un hipotético futuro derivado de tal realidad."

Las premisas deben ser plausibles con el conocimiento científico de la época.

Bajo esta definición, debemos descartar inmediatamente, por ejemplo el Somnium, de Johannes Kepler (1634), porque el elemento que posibilita la trama es un conjuro mágico, lo que nos lleva a catalogarlo como fantasía, pese a que el escenario que describe sea extraordinariamente preciso en cuanto a los movimientos de los astros, como no podía ser menos viniendo de un científico de su talla.

Pero, si los casos en los que se introduce elementos evidentemente fantásticos son fáciles de desestimar, otros más sutiles no lo son tanto.

Por ejemplo, en Estados e imperios de la luna (1657), Cyrano de Bergerac plantea la posibilidad de elevarse hacia el Sol gracias a que este atrae el rocío. Se trata este procedimiento de una creencia popular en la época, lo cual nos lleva a cuestionarnos si no cumpliría con nuestra estricta definición. Evidentemente, no. Siendo una creencia popular, no se trata, por lo tanto, de un conocimiento científico. Robert Hook, por entonces ya director de la Royal Society de Londres, no hubiera dedicado un segundo pensamiento a tal idea. Más aún, el propio Cyrano no creía en ella, sino que la utiliza como artefacto cómico.

Pero, aunque esta hubiera sido una creencia (y utilizamos con cuidado la palabra) entre las esferas ilustradas de la época, seguiría sin encajar en nuestra definición, precisamente por la notable diferencia entre creencia y conocimiento. En filosofía, la definición tradicional de conocimiento es la de “creencia justificada en algo que es cierto”. Creer en algo no lo convierte necesariamente en conocimiento y, así, creencias injustificadas como esa quedan fuera de la definición de conocimiento y quedan también invalidadas como nóvum de ciencia ficción.

Más aún, pongamos como ejemplo el cuento de El gato con botas (Charles Perrault, 1695). Hoy en día, podríamos hacer una versión postmoderna del relato, imaginando un gato modificado genéticamente para poder hablar y razonar, al que le dotaríamos de unas botas cuya increíble tecnología le permitirían dar pasos de siete leguas, quizás con unos retrocohetes. Eso haría de nuestra versión un cuento de ciencia ficción, pero no cambiaría el hecho de que la obra original siga siendo fantasía, aunque hoy en día podamos imaginar medios para que los gatos hablen: A la historia de Perrault le falta una adecuada justificación para los elementos extraordinarios que maneja.

Aún podríamos apretar la tuerca un poco más, introduciendo las puntualizaciones al concepto de conocimiento que hiera Edmund Gettier en 1963 con su trabajo Is Justified True Belief Knowledge?, en el que cuestiona como conocimiento aquellas creencias dotadas con justificación que aciertan con la verdad por pura casualidad. Con lo cual, podríamos poner en cuarentena casi cualquier conocimiento medianamente elaborado sobre la naturaleza previo a la irrupción del racionalismo y por ende, toda su proto-ciencia ficción.

En conclusión, la elaboración de una obra de ciencia ficción requiere por parte del autor un cierto rigor, una intención deliberada de plausibilidad, de atenerse a lo que el mundo natural puede producir, rechazando cualquier elemento fantástico aún formando este parte del saber popular o incluso del saber ilustrado.

Evidentemente, mucho de lo que aceptamos como ciencia ficción moderna caería también fuera de este saco, lo que nos lleva a una incómoda disyuntiva: aceptar dentro del género aquello que evidentemente nos parece que no corresponde o expurgarlo de obras que desde siempre habíamos asumido que le pertenecían. Habremos de admitir que los límites de la ciencia ficción no son muy definidos y en última instancia, reconocer que, como afirma Norman Spinrad, "Ciencia ficción es lo que se publica en las revistas y libros de ciencia ficción."

Algunos ejemplos de ciencia ficción primitiva:

Aunque en el siglo segundo de nuestra era Luciano de Samosata escribió una Historia verídica en la que se hace descripción de los selenitas, sería demasiado aventurado describir este libro como ciencia ficción, ya que se trata más de una narración irresponsable y libre que de una especulación seria.

Muy diferente es la novela De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia (más conocida como simplemente Utopía y que dió nombre al término homónimo) que Tomás Moro escribió en 1516. Este libro es una narración muy diferente; en él su autor trata de describir una sociedad que él considera perfecta. Pero, a diferencia de Platón en su República, Moro no sólo la describe, sino que lo hace en forma de narración como si la isla Utopía fuera real. Es esto lo que permite denominarla ciencia ficción.

En el siglo XVII se escribieron unas doscientas obras sobre "viajes espaciales", si bien los medios podían ser tan ingenuos como un explorador atado a una bandada de pájaros. Entre estas cabe destacar Somnium, escrita entre 1620 y 1630 por Kepler. En este libro Kepler narra un hipotético viaje entre planetas. El hecho de que fuera el mismo Kepler quien descubriera las leyes que describen el movimiento de los planetas otorga algo de verosimilitud a este viaje.

Dentro de esta categoría podrían entrar también los viajes a la Luna de Cyrano de Bergerac (Estados e imperios de la luna, 1657) o del Barón de Münchhausen (re-creado por Rudolf Erich Raspe en 1785), si bien estas narraciones son más cercanas a la fantasía que a la ciencia y poseen tintes marcadamente cómicos.

Predecesor de las aventuras de Münchhausen serían Los viajes de Gulliver (1726) creado por Jonathan Swift. Swift no sólo imaginó mundos extraordinarios al estilo de la Space Opera, sino que intentó dotarlos de cierta coherencia científica de acuerdo a los conocimientos de la época y, sobre todo, se valió de estas fantasías como metáforas de la sociedad de entonces para mostrar sus fallos y criticarlos, desempeñando una función prospectiva muy propia de la ciencia ficción.

Igualmente, el insigne filósofo francés, Voltaire, utilizó esta especie de triquiñuela, la de la fantasía verosímil, para hacer crítica social y en especial crítica religiosa, en su cuento Micromegas (1752). En él nos cuenta la historia de un ser de otro planeta, en Sirio, y de su compañero de Saturno. Voltaire se vale de estos personajes ajenos a nuestra civilización para mostrar la relatividad de nuestras costumbres.

Se suele decir que a Voltaire le influyó la obra de Swift, y que ambos fueron fuentes de inspiración para H.G. Wells, lo que en tal caso dejaría patente la importancia de estas obras dentro del género.


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