Visiones de presente

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La ciencia ficción no es ajena al mundo en el que nace. Por su propia naturaleza trata temas propios de su tiempo y trata de imaginar futuros, sin más conocimientos que los de su propia época. De esta forma, la ciencia ficción no sólo nos aventura un futuro, sino que nos revela una parte de nuestro propio presente.

Ciencia ficción primitiva:

Desde el siglo XIX la ciencia y la tecnología trajeron un gran número de desarrollos: industria, medicina, transporte... El progreso parecía imparable y los niveles de bienestar y conocimiento aumentaban con él.

Eran los tiempos de optimismo y los escritores imaginaron grandes ciudades, islas de población en un mundo virgen unidas por grandes ingenios voladores y autopistas de doce carriles para cada sentido. Un mundo que la General Motors reflejó en la exposición de Queens de 1939 en su atracción Futurama (atracción que dio nombre a la serie), el mundo de las revistas pulp...

Por supuesto, no faltaron quienes, como H.G. Wells a finales del siglo XIX, alertaron de los posibles peligros de una ciencia ajena a las decisiones morales. El mismo Frankenstein de Mary W. Shelley, la primera novela de ciencia ficción moderna, trata este tema.

Sin embargo, en general se trata de una ciencia ficción ingenua y optimista hasta la Segunda Guerra Mundial y el desengaño de ver a la ciencia diseñar armas capaces de comprometer el futuro mismo de la especie.

Tras la Segunda Guerra Mundial:

La Segunda Guerra Mundial trajo un nuevo punto de vista: los hombres tenían el poder de destruir el mundo y eran tan estúpidos como para utilizarlo. El conflicto dejó tras de sí una Europa arrasada, millones de muertos, el conocimiento de los horrores que el hombre era capaz de crear en los campos de exterminio y del potencial de destrucción que la bomba nuclear nos había proporcionado.

Tras la guerra el mundo quedó divido en dos potencias enfrentadas que se armaban para destruirse la una a la otra y que para ello reclutaban a los más brillantes científicos con fines militares oscuros, secretos y, por supuesto, peligrosos.

El género no podía permanecer ajeno a todo esto, perdió parte de su ingenuidad y se volvió más maduro. Es el tiempo de los grandes clásicos: 1984 (George Orwell, 1949), El día de los trífidos (John Wyndham, 1951), Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953), El hombre demolido (Alfred Bester' 1953), ¡Tigre! ¡Tigre! (Alfred Bester, 1956), Brigadas del espacio (Robert A. Heinlein, 1959)...

Se trata de libros alejados de las utopias y aventuras de las décadas anteriores. Los nuevos protagonistas son complejos, los héroes no existen (no al menos en el sentido clásico) y a menudo las decisiones tomadas son perjudiciales para los demás, son decisiones de hombres y mujeres reales que tratan de sobrevivir en un mundo hostil o que tratan de imponer sus deseos al bien de los demás.

Y sin embargo, aún quedaban en ellos retazos de grandeza: en El día de los trífidos los hombres luchan por recuperar el planeta, en Fahrenhei 451 un par de antihéroes se enfrenta a la maquinaria del estado, en El hombre demolido un hombre sólo decide realizar una proeza valiéndose de su sóla inteligencia: cometer un crimen y salir impune... Ya no se trata de héroes, pero son hombres que son dueños de sus acciones.

Años '60 y '70:

Tras dos décadas de guerra fría las potencias parecían estancadas; su potencial nuclear aumentaban día a día sin que sus dirigentes se decidieran a apretar el botón.

El mundo era consciente de esta tensa espera, pendiente de si un conflicto como la guerra de los misiles de Cuba o quizá algo más banal, como un conflicto fronterizo en Alemania, podía desencadenar una guerra que, a estas alturas, y dado el potencial nuclear de las grandes potencias, sólo podía ser devastadora.

La guerra fría alimentó innumerables cuentos y todo tipo de escenarios apocalípticos con la bomba atómica como protagonista, escenarios sobre los que los autores nos advirtieron en obras como Cántico por Leibowitz (Walter M. Miller, 1960), ¡Hagan sitio, hagan sitio! (Harry Harrison, (1966), El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968), Un chico y su perro (Harlan Ellison, 1969)...

Mientras tanto los países jugaban complejas partidas de ajedrez global: Vietnam, Sudamérica, Afganistán... Buena parte del mundo se conformaba según los planes trazados por unos pocos. La consecuencia era obvia: el individuo carecía de poder (a veces incluso a la escala más cercana), sus actos se diluían en juegos más importantes, incapaces de dejar huella alguna en ninguna parte.

Pero ocurre algo más. En estos tiempos la sociedad experimenta un cambio. Hartos de esperar el fin del mundo muchos deciden abrazar nuevas formas de misticismo. Es la era del new age, y de los extraterrestres luminosos que vienen a salvarnos. Si el individuo no cuenta entonces todos debemos unirnos, todos estamos unidos por un mismo destino, todos formamos parte de algo mayor...

La ciencia ficción refleja esto en obras como Dune (Frank Herbert, 1965), La mano izquierda de la oscuridad (Ursula K. Le Guin, 1969) o Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977); pero hay más, por supuesto. Esta nueva ola de ciencia ficción vaticina desatres ecológicos o económicos como Un mundo devastado (Brian W. Aldiss, 1965) o Todos sobre Zanzíbar (John Brunner, 1968). Es una ciencia ficción que se está preparando para la distopía definitiva...

Años '80:

Con el comienzo de los años '80 el mundo tiene su rumbo marcado: las sociedades urbanas aglomeran a buena parte de la población, trabajadores de todos los estamentos ajenos a cuanto les rodea, empeñados en hacer dinero y en disfrutar de sus pequeñas burbujas de placer electrónica; y es que no en vano es la época en la que los canales de televisión se multiplican, la alta fidelidad invade los hogares y los ordenadores se popularizan.

En este mundo no sólo los gobiernos sino también las empresas juegan su propia partida con un mapamundi por tablero. Apenas hay diferencias: ingleses, alemanes, estadounidenses... todos compran los mismo coches, ven las mismas películas, viajan a los mismos sitios... ya no hay países ni ciudadanos: sólo consumidores. Y lo que es peor: a nadie le importa.

No es ya que nadie pueda cambiar el mundo, es que nadie quiere cambiarlo. En las décadas anteriores siempre quedaba la posibilidad de que un gobierno decidiera actuar responsablemente con aquellos que lo han votado, pero las grandes empresas son igual de poderosas (a menudo más) y sólo rinden cuentas a sus accionistas... ¿eres tú un accionista?

Fiel reflejo de todo esto es el ciberpunk, el subgénero más popular e influyente, una horrorosa advertencia que tiene sus más altos exponentes en Blade runner (Ridley Scott, 1982) y Neuromante (William Gibson, 1984); un movimiento de vida breve pero intensa que ha dejado unas huellas que perduran aún hoy en día.

Es un mundo distópico en el que el individuo no cuenta. Los personajes son movidos por otros como si fueran alfiles o peones; nadie ayuda a nadie. El mundo está degradado y no parece que haya nada parecido a un estado o un gobierno en ninguna parte. Lo más parecido a una maquinaria estatal es la policía o la recogida de basuras... y no funciona muy bien.